Durante décadas, el robo de combustible en México fue un delito silencioso, originado dentro de Pemex y tolerado por autoridades. Hoy, el llamado huachicol se ha convertido en una industria criminal equiparable al narcotráfico, con redes que cruzan fronteras, involucran a cárteles como el CJNG y el de Sinaloa, y ya tiene implicaciones fiscales, políticas y diplomáticas.
El fenómeno se diversificó del robo físico de gasolina a tomas clandestinas (que superan las 22 mil) al contrabando internacional y el fraude fiscal, incluyendo el ingreso de combustible adulterado o falso desde Estados Unidos. Esta vertiente se conoce como huachicol fiscal y representa hasta un tercio de las pérdidas nacionales por este delito, estimadas en 30 mil millones de dólares.
La presión del gobierno de Donald Trump para frenar el financiamiento del crimen organizado ha empujado al nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum a lanzar una ofensiva sin precedentes. Con Omar García Harfuch al frente de la estrategia de seguridad, en menos de un año se han decomisado más de 40 millones de litros de combustible y cientos de detenciones.
Pero el huachicol no solo es un reto logístico: también se ha convertido en una bomba política. El estado de Tabasco —cuna de Andrés Manuel López Obrador— es señalado como el “edén del huachicol”, y varios exfuncionarios, incluido el exgobernador Adán Augusto López, están bajo investigación por su presunta complicidad.
Mientras tanto, el gobierno de EE.UU. ya ha sancionado y arrestado a empresarios estadounidenses vinculados a redes de contrabando de crudo que financian a los cárteles mexicanos. Washington ya clasifica a estos grupos como terroristas, abriendo la puerta a nuevas imputaciones.
La guerra contra el huachicol, que parecía una causa nacionalista bajo AMLO, ha escalado a una lucha internacional que compromete la seguridad, la política energética y la estabilidad institucional de México.
Con información de BBC