La historia ha relegado a las mujeres romanas a un papel secundario, sin voz ni reconocimiento. En los textos históricos, como los de Tito Livio, sus nombres son escasos y su presencia se diluye en una sociedad que daba prioridad absoluta a los hombres.
En Roma, el nombre era símbolo de poder, y este privilegio estaba reservado a los varones. Mientras los hombres tenían nombres propios, apellidos y sobrenombres, las mujeres eran identificadas únicamente por el nombre familiar y, en ocasiones, por un número o un calificativo como “mayor” o “menor”. En el matrimonio, ellas adoptaban simbólicamente el nombre de su esposo, reforzando su falta de identidad propia.
El silencio era otra de las exigencias impuestas. Las mujeres debían hablar poco y mantenerse al margen de la vida pública. La diosa Tacita Muta, castigada por su excesiva locuacidad, representaba la virtud del silencio femenino. Plutarco y otros autores clásicos exaltaban a las mujeres discretas y menospreciaban a las que se atrevían a alzar la voz.
Ejemplos como el de Caya Afrania, quien osó defender sus propios casos en los tribunales, ilustran el desprecio por las mujeres que desafiaban las normas. Su conducta fue tachada de impertinente y ruidosa, al punto de que su nombre se convirtió en sinónimo de escándalo y desvergüenza.
Este menosprecio por la voz femenina no fue exclusivo de Roma; en la Antigua Grecia, poetas como Semónides de Amorgos comparaban a las mujeres con animales ruidosos, insinuando que hablar demasiado era una falta moral.
El legado de esta visión sigue resonando en muchas sociedades actuales, donde el derecho de las mujeres a alzar la voz aún enfrenta obstáculos.
Imagen de ZN con IA
