Para algunas personas, el contacto físico como un abrazo puede generar incomodidad, ansiedad o rechazo. Aunque parezca un gesto simple, muchas veces esconde una historia emocional compleja, marcada por heridas tempranas que dejaron huella en la forma de relacionarse con el propio cuerpo y con los demás.
Desde la infancia, el tacto es un lenguaje crucial: el calor de un abrazo, la caricia de una madre, la cercanía física generan seguridad y apego. Pero cuando ese afecto falta, es intermitente o incluso se convierte en agresión, el cuerpo aprende a protegerse. Así, tocar o ser tocado puede percibirse como una amenaza.
Algunas personas crecieron en ambientes fríos, donde los gestos afectivos eran escasos o inexistentes. Otras, en cambio, recibieron afecto mezclado con maltrato físico o violencia. También hay quienes vivieron toques no deseados o invasivos. En todos estos casos, el cuerpo guarda memoria, y la forma de protegerse puede ser evitar el contacto.
No se trata de falta de amor, sino de una respuesta aprendida frente al dolor o la inseguridad. Reconocerlo no es culparse ni revivir el pasado, sino entender que cada persona responde de forma distinta según su historia. Y desde ahí, abrir la posibilidad de sanar, siempre a su ritmo y con respeto.