La masacre de 13 trabajadores mineros en la provincia de Pataz, en el norte de Perú, ha desatado una profunda indignación nacional y encendido las alarmas sobre el avance de la minería ilegal. Las víctimas, secuestradas y asesinadas con extrema violencia, trabajaban en condición informal para una minera formal, mientras que organizaciones criminales buscan imponer su control territorial a través del terror.
La presidenta Dina Boluarte, con niveles de aprobación mínimos, decretó estado de emergencia, toque de queda y la suspensión total de actividades mineras en la zona. La región de La Libertad ya vivía en estado de emergencia desde hace más de un año, pero este crimen dejó en evidencia la gravedad de la situación. La minera Poderosa, involucrada en el caso, ha denunciado la muerte de al menos 39 trabajadores en los últimos años.
El crecimiento de la minería ilegal, impulsado por el alza del precio del oro, ha dado paso a una economía paralela de miles de millones de dólares. Solo en 2024, se estima que las exportaciones de oro ilegal alcanzarán los 6.840 millones de dólares, un incremento del 41 % respecto al año anterior. Mientras tanto, programas como el Registro de Mineros Informales (Reinfo) han sido criticados por permitir que mineros ilegales se camuflen entre quienes buscan la formalización.
El académico César Bazán advierte que este tipo de violencia podría repetirse, y aunque valora la presión de empresas formales para frenar el crimen, considera que las medidas gubernamentales son más simbólicas que efectivas. Perú, una de las economías más dependientes de la minería en América Latina, enfrenta así un desafío urgente: frenar una ola criminal que convierte al oro en un mineral teñido de sangre.